sábado, 2 de mayo de 2009

La irrealidad profunda de Lunar

Pintor nacido en Cabimas en 1949, por su carácter excéntrico y enigmático, hizo que su obra se inscribiera en la historia del arte venezolano como el gran inclasificable. Las imágenes de algunos cuadros las había visto en sueños. Muere de cáncer en un pulmón.

“Quería la perfección y me esmeraba en los detalles. Casi no dormía, ni comía, tratando de lograr esa perfección”, decía el pintor.El silencio de la noche, en casa de los Lunar, se interrumpe con el susurro insomne de Emerio Darío. La habitación se le ha convertido en un abigarramiento de columnas, túneles y escaleras que salen de la nada y no llegan a ninguna parte. El espacio es hermético, pero profundo y gris azulado como el océano. El sueño le ha dictado pauta para hacer sus pinturas.María Lourdes (Mariíta), su hermana menor, escuchó sus monólogos noctámbulos.

Era el año 1967, cuando apenas había dejado el oficio de hacer letreros y la creatividad inconsciente comienza a robarle el sueño.Ya a las 3:00 de la mañana, Mariíta le preparaba el café que con su aroma tibio impregnaba la vivienda ubicada en el sector Las Cabillas, de Cabimas.

Darío (como ella solía llamarlo) se sentaba en una gavera de refrescos. Frente a él, la loneta de hamaca tensada con tachuelas en un marco de madera, era posada sobre un taburete.Mariíta colocaba un termo repleto de la estimulante bebida, a su lado, en el piso, donde también estaba la infaltable caja de cigarros. En el centro de la casa, una cava estaba siempre hasta el tope de cervezas, para que Emerio pintara bebiendo, sin más boceto que los que los de su memoria. Trazaba las líneas de un ambiente arquitectónico encriptado y enigmático, que luego coloreaba con esmalte de aceite —también llamado pintura industrial—, que separaba y mezclaba en frascos de mayonesa y disolvía en kerosén. “Al principio quería pintar como los pintores del Renacimiento. Quería la perfección y me esmeraba en los detalles. Casi no dormía, ni comía, tratando de lograr esa perfección”, le dijo con su voz de murmullo a José Gregorio Marcano, un sobrino que le hizo una entrevista inédita como parte de sus prácticas de periodismo.. . .En la misma calle donde estaba la casa de los Lunar, vivía la familia de la pintora Flor Romero y, su esposo, Carlos Contramaestre invitó un día a Oscar González Bogen a tomarse una cervezas en el abasto de Manuel Esteban Lunar, padre de Emerio.

Cuenta Manuel Marcelino Lunar, hermano mayor de Emerio, que ambos pidieron ver las obras. González Bogen sorprendido por la calidad de los trabajos le pidió a Lunar que le hiciera un retrato.“Como lo advirtió el propio retratado, el personaje era un doble del artista personificado en la oscura figura del cuadro (...) más la presencia de pisos suspendidos y columnas provistas de gradas. Una existencia afuncional del espacio arquitectónico”, describe Juan Calzadilla en su libro Emerio Darío Lunar, texto dedicado al artista.Pero realmente lo que descubrió a Lunar —asegura Calzadilla— fue participar, animado por González Bogen, en el Salón D’Empaire de 1969, donde obtuvo el premio de la Universidad del Zulia.“Después de eso, se hizo la primera exposición individual en Caracas, en el Ateneo, donde la élite de la capital le compró todo y desde allí se fueron regando sus pinturas por todo el país y hasta en el exterior”, dice Manuel.En esas exposiciones, Sofía Imber se interesó por él, preguntó dónde vivía y fue a Cabimas. “Cuando lo conocí, comprendí que tenía una gran sensibilidad. Me mostró cómo hacía sus cuadros. La gente lo admiró por su manera de expresarse”, contó Imber, quien además le ofreció atención psiquiátrica en la clínica El Peñón, de Caracas, pues Emerio padecía de esquizofrenia.“Lo ayudé porque lo estimaba. Aunque por todo ser humano habría hecho lo mismo. Pero cuando se trata de una persona que está desesperado dentro de sí mismo, sentía que había que hablarle de otra manera y no de cuánto vale su cuadro, sino como un creador. Entonces se sintió comprendido”, comentó Imber.. . .Al difundirse los cuadros fueron calificados como: arquitectónicos, metafísicos, renacentistas, neoclásicos y surrealistas.Karin Jezierski, en Cuadernos Lagoven (1995) asegura: “Él supo rehuír a todos los enfoques, porque su obra no se amolda a ninguna clasificación y se inscribe en la historia del arte venezolano como el gran inclasificable”.Lo más insólito es que en una Cabimas llena de resolana, una costa poblada de torres petroleras y un rubor que en los frentes de las casas reflejaba el fuego de los mechurrios; nadie sabe de dónde sacó Lunar los colores fríos; atribuidos por él, a la muerte.“En la familia no hay artistas, ni libros de arte.

Nunca fue a una escuela de pintura, ni frecuentaba museos, pocas veces salía de Cabimas y de su casa. Pero creo haber visto en casa de abuelo algunas revistas con pinturas del renacimiento”, explica José Gregorio. La soledad que impera en la obra de Lunar es también una proyección de su vida.“Aunque somos cuatro hermanos: Manuelito, yo, Emerio y Mariíta.

Desde niño él siempre estaba aparte. Jugaba a hacer cosas. Hacía trampas para cazar pajaritos y cuidarlos”, cuenta su hermana Victoria María.En el empeño de hacer, abandona los estudios al llegar a sexto grado, para “hacer cosas”.“Si pasaba las materias era porque Mariíta le hacía las tareas. Además se ganaba a las maestras pintándoles las carteleras” asegura Manuel.“Como a los 18 años le dio por hacer sus camisas. Las que tenía las deshacía para sacar patrones, y las hacía en tela negra o marrón”, recuerda Victoria. “También fabricaba muebles en madera. Y cuando vio las paredes de la casa vacías comenzó a pintar paisajes y reproducciones de fotografías.

Así fue como comenzó a pintar, a los 26 años, en 1966”, dice Manuel.. . .Ya en 1980, la fama de Emerio Darío estaba en el tope y, a diario, era visitado por artistas, periodistas, estudiantes y curiosos.“No salía a vender sus cuadros. La gente iba a su casa a comprarlos. Él ponía el precio y si le pedían una rebaja, se daba la vuelta y se iba”, cuenta Andrés Chávez, un amigo de Maracaibo que se encargó de revender sus trabajos. “Pero de vez en cuando, las crisis de depresión le impedían recibir visitas”, recuerda Victoria.Las fiestas en los bares de donde sacó la mejor inspiración por las mujeres que pintó, se hicieron cada vez más frecuentes.

“Cuando iba a esos sitios se perdía. Lo veían en la calle con la melena y la barba hasta el pecho y le decían ‘El loco de Las Cabillas’. Pero lo traían a la casa, porque era muy decente, ni hablaba. No parecía de este mundo”, dice Victoria.

Mariíta, recuerda que en su bonanza, Emerio la ayudó a pagar los estudios de sus hijos. Me decía: ‘Yo no tuve hijos porque si me salía loco, iba a tener que trabajar y no hubiera pintado. Pero no te preocupéis hermana, que yo te voy a ayudar”. “En 1990 se le diagnosticó cáncer en un pulmón. Decidimos no decirle nada, para que no recayera en las depresiones. Me preguntaba: ‘María me duele la espalda, decíme si tengo algo malo...”.

José Gregorio recuerda que él siempre supo que moriría joven y decía: “Estoy satisfecho con mi vida. Todo lo he hecho ya... Que la gente me recuerde por mis cuadros. Como persona, me da igual que me recuerden o no”.“Tuvo que dejar de beber, fumar y pintar, porque el olor de la pintura lo asfixiaba. Permanecía en el cuarto y con pinceles imaginarios hacía como si estuviera pintando las paredes”, cuenta Mariíta llorando, como si lo viera.

Manuel narra la despedida: “Dormíamos todos juntos en un solo cuarto para no dejarlo solo. Era tan inseparable de Mariíta que el 22 de noviembre, el mismo día del cumpleaños de ella, tosió y se quedó como ahogado. Corrimos a socorrerlo, y en brazos de Lisbeth (hija de Mariíta) y María Victoria (mi hija), quedó así calladito como era él. Cerró los ojos”.

Yesenia Rincón Castellano Panorama Digital, 2007